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La Novena de Mahler . El último viaje




Se aman los ocasos porque se desvanecen. Se aman las flores porque son efímeras. En el rostro cansado de un viejo amigo, leemos largos viajes más que regresos
(Ray Bradbury)


Yo entiendo por sinfonía la construcción de un mundo a través de todos los medios y recursos disponibles de que me puedo valer” (Gustav Mahler a su gran amiga Natalie Bauer Lechner, famosa violista de la época)

Este es Mahler, el hombre que todo lo hacia cósmico y tuvo la decidida voluntad de hacer recorrer por sus sinfonías todos los rasgos contradictorios de la dimensión humana. Sinfonías como novelas de auténtica confesión personal y filosófica al estilo de Proust o de Thomas Mann. El hombre que tiende a convertir el cataclismo personal en cataclismo universal. Al contrario que su buen amigo Richard Strauss que trabajaba el sentimentalismo de manera más fría, más objetiva. Mahler, sin embargo proyecta su desdicha en la desdicha del mundo, y en esto se puede parecer a otro gran compositor, Dimitri Shostakóvich o al Tchaikovsky de la Sinfonía Patética.

En su decidida voluntad de expresar a través de sus sinfonías su mundo interior y el exterior, en ese dejarse el alma en cada compás, se explican momentos musicales tan sublimes y a tan veces grotescos. Todo eso está en sus sinfonías y de forma especial como resumen de su obra , lo encontramos en la Novena, la más autobiográfica. Valses, ländler, canciones de amor, danzas ridículas a veces, música de organillo o marchas militares. Sonidos sublimes junto a fragmentos descarnados hasta lo expresionista.

Romántico de esos que se confiesan sin pudor en el pentagrama. Quizás el más excesivo de esa gran generación del postromanticismo germano. 
Es difícil pensar en un compositor que suscite un sentimiento semejante de culto y lealtad, exceptuando a su amado Wagner. El culto a Mahler alcanza los perfiles de una religión. Mucho más que la de Bruckner, la música de Mahler agita algo que arraiga en el subconsciente y sus admiradores se aproximan a la obra de este autor con sentido místico.

Un retrato del mundo de Mahler: Bernard Mahler pasea por el bosque con su hijo Gustav de cinco años; recuerda algo que ha olvidado y vuelve a casa, dejando al niño sentado al pie de un árbol. Cuando vuelve, Gustav sigue todavía allí, ausente, extasiado, con la mirada clavada en la espesura, contemplando algo que solo él alcanza a ver. Durante el resto de su vida, siempre una predisposición hacia el “más allá de las cosas” (“más allá de las notas”) va a erguirse como constante. Ese más allá de las cosas y de las notas es la esencia en la sinfonías de Mahler. 

Mahlerbuscaba un programa implícito en todas las obras musicales y no solo en las propias. “Créame”, escribió en 1896: “las sinfonías de Beethoven también tienen su programa interior y esto es aplicable a mis composiciones.” “Mi música está siempre y por doquier, el sonido de la Naturaleza.” 
Mahler asigna su más amplio sentido a palabras como la vida, la muerte, la tierra y el universo. De su Octava sinfonía dijo: “imaginemos el universo que comienza a cantar y a resonar. Ya no se trata de las voces humanas, sino de los planetas que cantan y rotan.” 


La Sinfonía del desmoronamiento

Verano de 1909, Mahler regresa de su gira en Estados Unidos, donde ha dirigido con arrollador éxito las óperas de Wagner y de Mozart. Por un lado se encuentra musicalmente feliz de comprobar que su amigo Richard Strauss está dirigiendo sus sinfonías en Austria y Alemania. Felizmente asiste a reuniones con Arnold Schoenberg, Alban Berg, Anton Webern, los futuros miembros de la Escuela de Viena y fundadores de nuevas corrientes musicales. 

Pero en su vida personal, como una enredadera agobiante, le rodean las sombras más amargas que se remontan a 1907, año en el que Mahler recibe los tres golpes del destino que minarán a este hombre colosal y acabarán con su vida en mayo de 1911. Su cese como director de la Ópera de Viena después de diez años de brillante servicio. El terrorífico golpe de la muerte de su hijita María: en sus últimos días, el compositor no se separa de la cabecera de la cama de la niña a la que adora. Como no pensar en los Kindertotenlieder (Canciones a los Niños Muertos) compuestas tres años antes de esa muerte. Mahler y su esposa Alma jamás se recuperarán de la tragedia. En esos días Alma se derrumba víctima de un fallo cardiaco y el médico que la asiste también reconocerá en el corazón de Mahler una grave enfermedad cardiaca.

En este contexto volvemos al verano de 1909. Alma, ha viajado al balneario de Levico ( Trento – Italia ) para una cura de reposo. Mahler, no ha cumplido los cincuenta pero es ya un hombre viejo, enfermo y aniquilado después una vida de entrega a la música. Presiente que el final de su vida está llegando, una extraña serenidad invade los últimos años de la vida del guerrero y se entrega a su Novena aislado en una casita de Toblach ( Sur del Tirol ). La termina al año siguiente, pero nunca llegará a escucharla. El legendario director de orquesta Bruno Walter, la estrenará un año después de la muerte del autor, el 26 de junio de 1912.

Gustav Mahler & Bruno Walter

Reseñas en los periódicos de la época después del estreno la relacionan ya con un canto de cisne : “Una canción de cuna para si mismo”. “Una despedida sin amargura en la que Mahler se despide del infierno del mundo, de su vacío tumultuoso que distorsiona la ternura y el amor en una caricatura.”

Teodoro Adorno y muchos malherianos señalan la cualidad narrativa de esta sinfonía de suspiros: Mahler , no diferencia su desdicha de la desdicha del mundo. Sinfonía de latidos cardiacos que Mahler convierte en universales. La enfermedad de su corazón es la enfermedad del mundo. Pentagramas que asumen la muerte de su hija Anna María Mahler. La muerte de su niña, es la muerte de todos los niños del mundo. Acaso también el Scherzo y el Rondó muestran el desmoronamiento de aquella vieja sociedad Austro-Húngara que Thomas Mann retrata en La Muerte en Venecia, la de aquella Europa que arderá pocos años más tarde en la Gran Guerra. Mahler, profeta secreto y músico que hace gritar a la tierra como una orquesta desde sus mismas entrañas. 
Desde esos ritmos sincopados del inicio del Andante comodo, brota ese divino tema principal, tema de la Esperanza de vida; esperanza que se desmorona  una y otra vez cuando se le contrapone el contratema de la Angustia. Despedida asumida y resignada de la vida en el sublime Adagio.

Los cuatro tiempos de la Novena

Mahler ha abandonado las voces después de su Octava sinfonía para volver a la música instrumental pura y a la estructura “clásica”: un retorno a la Quinta, Sexta y Séptima. Todo cuanto se ha encontrado aisladamente en sus obras anteriores, aparece en la Novena como síntesis : espíritu de la canción y la danza, orquesta de las sinfonías del periodo medio, orquesta de la Canción de la Tierra, serenidad y horror, sabiduría y popularismo. Todos los ingredientes de Mahler están esparcidos en esos cuatro colosales movimientos agrupados de una manera muy poco tradicional.

Esta vez Mahler ha colocado dos excelsos movimientos lentos en los extremos, el Andante comodo y el Adagio, con dos movimientos agresivos y fieros en el centro, el Scherzo Ländler y un Rondo Burleske.
Cada movimiento construido sobre una tonalidad diferente, lo que constituye una novedad en una sinfonía de cuatro tiempos. Cuatro tiempos a modo de restos de un colosal naufragio existencial, razón por la cual es difícil adivinar una conexión entre los mismos. El tratamiento de los instrumentos se hace de una forma completamente nueva.

La Novena nos proporciona la ocasión de ver el nuevo lenguaje de Mahler anunciado ya en esa maravilla que es la Canción de la Tierra. Es un lenguaje que anuncia próximo el de sus “sucesores” en esa misma Viena decadente, frívola, y hostil para las vanguardias.

La forma libre y anárquica a veces de los movimientos de esta obra, su escritura audaz, sus silencios y timbres, su instrumentación y el tono mismo, han abierto caminos muy ricos a Alban Berg y a Arnold Schoenberg.


Mahler nos espera ...







  


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